La Salvación es un regalo de Dios que nos compromete con ÉL.

La salvación es un don gratuito que recibimos de parte de Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo: ver Hechos 4:12, 2Tes 2:13, 2Tim 2:10, entre otros muchos pasajes. La salvación no es un premio a nuestras buenas obras, sino un don de Dios en su misericordia infinita.

Ahora bien, en lo que está de nuestra parte, sin duda que debemos recibir esa salvación, estar dispuestos y totalmente abiertos a ella, buscarla, luchar por ella, estar atentos a las asechanzas del diablo que, «como león rugiente, ronda buscando a quien devorar» (1Pe 5:8), no creer – como muy lamentablemente creen algunos hermanos cristianos – que se trata de algo que, una vez recibido, no se puede perder más, hagamos lo que hagamos, contra lo que enseña toda la Sagrada Escritura, por ejemplo en los siguientes textos:
Fil 2,12 «De modo que, amados míos, así como habéis obedecido siempre (…) ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor» (si la salvación no pudiese perderse por nuestra negligencia, el mandamiento de «ocuparnos en nuestra salvación con temor y temblor» sería superfluo, ¿no te parece?).
1Cor 9,27 «Más bien, pongo mi cuerpo bajo disciplina y lo hago obedecer; no sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo venga a ser descalificado» (¡el mismo San Pablo veía que era posible que él fuese «ser descalificado»! ¿O se puede pensar que estaba bromeando?).
Gal 3,3 «¿Tan insensatos sois? Habiendo comenzado en el Espíritu, ¿ahora terminaréis en la carne?» (los que han comenzado en el Espíritu deben procurar con todas sus fuerzas no venir a terminar en la carne, pues la salvación que recibieron puede abandonarlos, si ellos no trabajan por su salvación con temor y temblor).
2 Pe 1,10 «Por eso, hermanos, procurad aun con mayor empeño hacer firme vuestro llamamiento y elección, porque haciendo estas cosas no tropezaréis jamás» (es decir que no haciéndolas – se está refiriendo al dominio de sí mismo, la perseverancia, el amor al prójimo, etc, según el contexto- tropezaremos).
1 Cor 10,12 «Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga»
Con respecto a estas últimas palabras del Apóstol, déjame decirte que lamentablemente son muchos los que piensan que ellos están de tal modo firmes en la fe y en la salvación que no es posible que puedan caer en condenación; esto es contrario a las Sagradas Escrituras y ciertamente de prudencia satánica (Santiago 3,11), por las consecuencias que acarrea. Los que así piensan suelen basarse en aquello del Apóstol en Romanos 8,1 «Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús»: claro que no hay condenación para los que están en Cristo Jesús, pero … ¡mientras están en Cristo Jesús! Todas las advertencias que he citado anteriormente – hechas a los creyentes, no a los paganos – son precisamente para que permanezcamos en Cristo Jesús, pues la posibilidad de condenarse es real: Hebreos 3,14 lo dice de un modo inmejorable: «Porque hemos llegado a ser participantes de Cristo, si de veras retenemos el principio de nuestra confianza hasta el fin».
Fíjate que en todos estos textos se expresa claramente la «condicionalidad» de la salvación: «Nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve no es esperanza, pues ¿Cómo esperar algo que se ve?» (Rom 8,24). Te aseguro que textos semejantes, que nos advierten sobre la posibilidad de perder la salvación, hay muchísimos.
Quien después de esto siga creyendo que él o ella está salvo sin posibilidad ninguna de ser condenado, es decir, al margen de lo que haga o no haga con su fe, sepa bien claro que está en un grave error por no conocer las Escrituras.
Me parece que alguno puede decirme aún: «los que se condenan, se condenan por su falta de fe, pero el que tiene fe ya no puede condenarse». «Está bien – le contesto con San Pablo -; por su incredulidad fueron desgajados (está hablando de los israelitas que no aceptaron a Cristo). Pero tú por tu fe estás firme. No te ensoberbezcas, sino teme, porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará.» (Rom 11,20-21)
Dejamos asentado, pues, la gratuidad de la salvación, por un lado, y la obligación de «obrar con temor y temblor» por esa salvación, por otro, ya que es un don que debemos proteger, con el cual debemos producir fruto y sobre el que deberemos rendir cuentas en el día del misericordioso juicio del Señor.

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